Religiones, estado y sociedad multicultural.

En una sociedad multicultural el equilibrio político entre religiones se garantiza mejor con un estado laico.


La creencia religiosa no deja de ser una actitud ante la vida ya que la existencia de seres trascendentes  no es demostrable por la vía del conocimiento más fiable del que disponemos los humanos: el conocimiento científico. Por la misma razón, ninguna religión puede quedar por encima de las otras en base a criterios estrictamente místicos. Es imposible decidir si el islam describe mejor o peor que el cristianismo o el budismo las propiedades de dios, el origen místico de la vida y el universo o la existencia del alma, puesto que sobre estas cuestiones carecemos de un referente objetivo para dirimir concluyentemente entre diferentes religiones.  Así pues, creer o no creer deviene una cuestión subjetiva, personal y como tal, difícilmente compartible o aceptable  por todos los miembros de una sociedad democrática, multicultural y secularizada.

Lo que sí que hay en el discurso religioso susceptible de despertar un consenso más amplio son ciertos valores morales. “Ciertos” porque no todas las ideas morales impulsadas desde la religión son capaces de generar acuerdos. Valga como ejemplo el posicionamiento de distintas confesiones ante el aborto, la eutanasia, la homosexualidad, el rol de la mujer en la sociedad o la guerra santa. En realidad, los principios éticos del discurso religioso que podrían gozar de cierta universalidad son aquellos que son compartidos por la cultura misma y, en consecuencia, no son exclusivos de la religión, aunque ésta haya tenido un papel fundamental en su difusión a lo largo de la historia.

Si separamos de estos valores universalizables todo lo que comprometa con una visión religiosa del mundo, nos quedan unos principios éticos formales, culturalmente más extendidos que los anteriores y por lo mismo válidos para posibilitar puntos de encuentro entre creyentes de distintas religiones, agnósticos y ateos. Estos ejes morales desprovistos de religiosidad resultan aptos para vertebrar una sociedad diversa, con una estructura legal laica y respetuosa de la diversidad religiosa, adecuada para dar forma a la convivencia colectiva pacífica en una sociedad multicultural.

Lo contrario, es decir, la política comprometida con una religión concreta, desemboca en exclusión, con diferentes grados de intensidad, de los no creyentes o de los creyentes de otras confesiones. Si las leyes impulsan o se hacen eco de algunas posiciones religiosas, necesariamente la sociedad multicultural se resiente, puesto que la convivencia de todos se organiza desde unos criterios particulares no compartidos por el resto. Esto supone una injusticia de raíz, sistémica, que se transfiere desde el corpus jurídico central hasta los nodos más periféricos de la ley, generando unas prácticas jurídico-políticas que crean tensión social y discriminación, despertando indignación y desafección entre la ciudadanía.

Todos conocemos ejemplos del conflicto social y la injusticia provocadas por unas leyes basadas en principios ético-religiosos no formales. En un extremo están los casos de mujeres sentenciadas a muerte por lapidación tras ser acusadas de adulterio, que siguen ocurriendo en algunos países (1) y ponen de manifiesto la brutalidad que puede alcanzar un estado teocrático. Pero recordemos que  sociológicamente las comunidades religiosas constituyen auténticos grupos de poder (2), lobbies que dejan su impronta en las legislaciones de los países o presionar a los ciudadanos si éstos amenazan sus intereses. En países como Arabia Saudita o Irán la apostasía está penada con la pena capital, mientras en Francia se han dado casos de musulmanes que han recibido amenazas por abandonar su confesión religiosa, declararse públicamente ateos y formar un Consejo de ateos y no creyentes (3). Conocido también es el caso de Waleed Al Huseini, bloguero palestino detenido varios meses en Cisjordania por comentarios blasfematorios.


 En España, por ejemplo, la pluralidad religiosa es muy pobre si la comparamos con países como USA, UK, Francia o Alemania entre otros. Como imagen gráfica de la escasa experiencia de los españoles en convivir con individuos de otras religiones basta con que cualquiera se pregunte si conoce a algún judío. Frecuentemente la respuesta es el silencio. Sin embargo, en otros países de nuestro entorno, las personas están acostumbradas desde hace tiempo a interactuar con creyentes de otras confesiones en el trabajo, la escuela o el gimnasio. En nuestro país, sin embargo, el pluralismo religioso ha empezado a notarse en las últimas décadas con la llegada de inmigrantes principalmente musulmanes, cuyos derechos como confesión religiosa distan mucho de gozar del reconocimiento que brinda el estado a la iglesia católica, que disfruta entre otros privilegios de numerosos centros educativos privados financiados con dinero público, recaudado entre contribuyentes ateos, agnósticos o pertenecientes a otras confesiones. 

Este retraso en la convivencia con la diversidad religiosa tiene su origen en la historia. No olvidemos que fue en la II República (1931-36) cuando España llega a ser por primera vez un estado no confesional, que reconoce y protege la libertad religiosa (4). Este breve proyecto político fue rápidamente interrumpido por la Guerra Civil y la reinstauración del estado católico durante el franquismo, de modo que el amparo constitucional a la pluralidad de credos y el inicio de la educación española en la tolerancia lo marca el año 1978.

Creemos que en una sociedad multicultural el espacio público debería ser laico. Se trata de una solución pragmática, pues si la res publica  no representa los intereses de ninguna confesión en concreto, evita ser fuente de conflictividad social por una razón de agravio comparativo. Asimismo, dado que la sociedad civil en las democracias occidentales es crecientemente plurireligiosa, el laicismo del estado redunda en una apuesta por una auténtica política equitativa, que no se favorece ninguna opción en concreto, velando porque en la relación confesiones-estado reine la igualdad. Si las religiones  no se limitan a ser grupos de fe, sino que una vez constituidas como comunidades de individuos pasan a ser grupos sociales de presión, entonces el laicismo debe ser una contrafuerza democrática de equilibrio. El excesivo peso político ganado por una opción religiosa concreta, tiñe de arbitrariedad la gestión de una sociedad multicultural, donde cada vez más los ciudadanos  perciben las cuestiones religiosas como pertenecientes al  dominio particular y privado.

Ramón F. (seud.)

Notas





(4) Vincent, M. Catholicism in the Second Spanish Republic: Religion and Politics in Salamanca, 1930-36.

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